DESEOS DE SANTIDAD

Meditación
diaria, deseo que estas palabras lleguen a tú corazón, e ilumine tú alma junto a tus seres queridos !!AMIGA!!

 

Pascua. 4ª semana. Lunes

DESEOS DE SANTIDAD

— Querer ser santos es el primer paso
necesario para recorrer el camino hasta el final. Deseos sinceros y eficaces.

— El aburguesamiento y la tibieza matan los
deseos de santidad. Estar vigilantes.

— Contar con la gracia de Dios y con el
tiempo. Evitar el desánimo en la lucha por mejorar.

I. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios
vivo. Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te desea mi alma, oh Dios…
¿Cuándo vendré y apareceré ante la cara de Dios?
1. Así rezamos
en la liturgia de la Misa. El ciervo que busca saciar su sed en la fuente es la
figura que emplea el salmista para descubrir el deseo de Dios que anida en el
corazón de un hombre recto: ¡sed de Dios, ansias de Dios! He aquí la aspiración
de quien no se conforma con los éxitos que el mundo ofrece para satisfacer las
ilusiones humanas. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si luego
pierde su alma?
2. Esta pregunta de Jesús nos sitúa de un modo
radical ante el grandioso horizonte de nuestra vida, de una vida cuya razón
última está en Dios. ¡Mi alma tiene sed de Dios! Los santos fueron
hombres y mujeres que tuvieron un gran deseo de saciarse de Dios, aun contando
con sus defectos. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿tengo verdaderamente
ganas de ser santo? Es más, ¿me gustaría ser santo? La respuesta sería
afirmativa, sin duda: sí. Pero debemos procurar que no sea una respuesta
teórica, porque la santidad para algunos puede ser “un ideal inasequible, un
tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva”3.
Nosotros queremos hacerla realidad con la gracia del Señor.

Así te desea mi alma, oh Dios. Hemos de comenzar por fomentar en nuestra
alma el deseo de ser santos, diciendo al Señor: “quiero ser santo”; o, al
menos, si me encuentro flojo y débil, “quiero tener deseos de ser santo”. Y
para que se disipe la duda, para que la santidad no se quede en sonido vacío,
volvamos nuestra mirada a Cristo: “El divino Maestro y Modelo de toda
perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos,
cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es
iniciador y consumador: Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto
(Mt 5, 48)”4.

Él es el iniciador. Si no fuera así, nunca se
nos habría ocurrido la posibilidad de aspirar a la santidad. Pero Jesús la
plantea como un mandato: sed perfectos, y por eso no es extraño que la
Iglesia haga sonar con fuerza esas palabras en los oídos de sus hijos: “Quedan,
pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar
insistentemente la santidad y la perfección dentro de su estado”5.

Como consecuencia, ¡qué clara ha de ser
nuestra ansia de santidad! En la Sagrada Escritura, el profeta Daniel es
llamado vir desideriorum, “varón de deseos”6. ¡Ojalá cada uno
mereciese ese apelativo! Porque tener deseos, querer ser santos, es el paso
necesario para tomar la decisión de emprender un camino con el firme propósito
de recorrerlo hasta el final: “… aunque me canse, aunque no pueda, aunque
reviente, aunque me muera”7.

“Deja que se consuma tu alma en deseos…
Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo… No te detengas a pensar si
llegarás alguna vez a verlos realizados –como te sugerirá algún sesudo
consejero–: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan
los “varones de deseos”.

“Deseos operativos, que has de poner en
práctica en la tarea cotidiana”8.

Por tanto, es preciso que examinemos si
nuestros deseos de santidad son sinceros y eficaces; más aún, si los tomamos
como una “obligación” –como hemos visto que dice el Concilio Vaticano II– de
fiel cristiano, que responde a los requerimientos divinos. En ese examen quizá
encontremos la explicación de tanta debilidad, de tanta desgana en la lucha
interior. “Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro
quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los
honores o como un pobrecito sensual su placer?

“—¿No? —Entonces no quieres”9.

Alimentemos esos deseos con la virtud de la
esperanza: solo se puede querer eficazmente algo cuando hay esperanza de
conseguirlo. Si se considera imposible, si pensamos que una meta no es para
nosotros, tampoco la desearemos realmente; y nuestra esperanza teologal se
fundamenta en Dios.

II. La conversión del centurión Cornelio, que
se lee en la Primera lectura de la Misa, demuestra que Dios no hace acepción de
personas. San Pedro explica a los demás lo que ha sucedido: el Espíritu
Santo descendió sobre ellos, así como sobre nosotros al principio
10.

La fuerza del Espíritu Santo no conoce límites
ni barreras. Tampoco –como en el caso de Cornelio, que no pertenecía a la raza
ni al pueblo judío– en nuestra vida personal. Por una parte, hemos de desear
ser santos; por otra, si Dios no construye la casa, en vano trabajan los que
la edifican
11. La humildad nos llevará a contar siempre y ante
todo con la gracia de Dios. Luego vendrá nuestro esfuerzo por adquirir virtudes
y por vivirlas continuamente; junto a ese empeño, nuestro afán apostólico, pues
no podemos pensar en una santidad personal que ignora a los demás, que no se
preocupa de la caridad, porque eso es un contrasentido; y, por último, nuestro
deseo de estar con Cristo en la Cruz, es decir, de ser mortificados, de no
rehuir el sacrificio ni en lo pequeño, ni en lo grande si es preciso.

Hemos de estar prevenidos para no acercarnos a
Dios con regateos, sin renuncias, tratando de hacer compatible el amor a Dios
con lo que no le agrada. Debemos vigilar para alimentar continuamente en la
oración nuestros deseos de santidad, pidiendo a Dios que sepamos luchar todos
los días, que sepamos descubrir en el examen de conciencia en qué puntos se
está apagando nuestro amor. Los deseos de santidad se harán realidad en el
cumplimiento delicado de nuestros actos de piedad, sin abandonarlos ni
retrasarlos por cualquier motivo, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo ni
por los sentimientos, pues “el alma que ama a Dios de veras no deja por pereza
de hacer lo que pueda para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que
ha hecho todo lo que puede, no se queda satisfecha, pues piensa que no ha hecho
nada”12.

La humildad es la virtud que no nos dejará
satisfacernos ingenuamente en lo que hemos hecho ni quedarnos solo en deseos
teóricos
, pues siempre nos hará ver que podemos hacer más para traducir en
obras de amor nuestros deseos, impidiendo que la realidad de nuestros pecados,
ofensas y negligencias dé por tierra con nuestras ilusiones. La humildad, pues,
no corta las alas a los deseos, sino al contrario: nos hace comprender la
necesidad de recurrir a Dios para convertirlos en realidades. Con la gracia
divina haremos todo lo posible para que las virtudes se desarrollen en nuestra alma,
quitando obstáculos, alejándonos de las ocasiones de pecar y resistiendo con
valentía a las tentaciones.

III. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios
vivo
. ¿Es compatible esa sed con la experiencia de nuestros defectos e
incluso de nuestras caídas? Sí, porque santos son, no los que no han pecado
nunca, sino los que se han levantado siempre. Renunciar a la santidad
porque nos vemos llenos de defectos es un modo encubierto de soberbia y una
evidente cobardía, que acabará ahogando nuestras ansias de Dios. “Es propio de
un alma cobarde y que no tiene la virtud vigorosa de confiar en las promesas
del Señor, el abatirse demasiado y sucumbir ante las adversidades”13.

Dejar a Dios, abandonar la lucha porque
tenemos defectos o porque existen adversidades es un grave error, una tentación
muy sutil y muy peligrosa, que nos puede llevar a una manifestación de
soberbia, que es la pusilanimidad, falta de ánimo y valor para tolerar las
desgracias o para intentar cosas grandes. Quizá no necesitemos hacernos falsas
ilusiones, porque quisiéramos ser santos en un día, y eso no es posible, salvo
que Dios decidiera hacer un milagro, que no tiene por qué hacer, ya que nos da
continua y progresivamente –por conductos ordinarios– las gracias que
necesitamos.

El deseo de ser santos, cuando es eficaz, es
el impulso consciente y decidido que nos lleva a poner los medios necesarios
para alcanzar la santidad. Sin deseos, no hay nada que hacer; ni siquiera se
intenta. Con deseos solo, no basta. “Hay pues, que tener paciencia, y no
pretender desterrar en un solo día tantos malos hábitos como hemos adquirido,
por el poco cuidado que tuvimos de nuestra salud espiritual”14.

Dios cuenta con el tiempo y tiene paciencia
con cada uno de nosotros. Si nos desanimamos ante la lentitud de nuestro adelanto
espiritual, hemos de recordar lo pésimo que es apartarse del bien, detenerse
ante la dificultad y descorazonarse por nuestros defectos. Precisamente Dios
puede concedernos más luz para ver mejor nuestra conciencia y para que
emprendamos con más ánimo la lucha en nuevos frentes de batalla, recordando que
los santos se han considerado siempre grandes pecadores, de ahí que procurasen
esforzadamente acercarse más a Dios por medio de la oración y de la
mortificación, confiados en la misericordia divina: “Esperemos con paciencia
que vamos a mejorar y, en vez de inquietarnos por haber hecho poca cosa en el
pasado, procuremos con diligencia hacer más en el futuro”15.

Como el ciervo desea las fuentes de las aguas,
así te desea mi alma, oh Dios
.
Mantengamos vivo el deseo de Dios; encendamos cada día la hoguera de nuestra fe
y de nuestra esperanza con el fuego del amor a Dios, que aviva nuestras
virtudes y quema nuestra miseria, y saciaremos nuestra sed de santidad con el
agua que salta hasta la vida eterna16.

1 Sal. 41. Salmo responsorial. — 2 Mt 16,
26. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 96. — 4
Conc. Vat. II, Lumen gentium, 40. — 5 Ibídem, 42. — 6
Dan 9, 23. — 7 Santa Teresa, Camino de perfección, 21, 2.
8 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 628. — 9 ídem, Camino,
n. 316. — 10 Hech 11, 15-17. — 11 Sal 126, 1. — 12
San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 1. — 13 San Basilio, Homilía
sobre la alegría
, en F. Fernández Carvajal, Antología de textos, n.
1781. — 14 J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas,
Palabra, 11ª ed., Madrid 1986, p. 14. — 15 Ibídem, pp. 24-25. — 16
Cfr. Jn 4, 14…un besito…Juan Carlos….

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